miércoles, 25 de agosto de 2010

             La mansión satánica
                       Parte IV

Juana había hecho especial hincapié en no recoger los vidrios rotos del piso; ya lo haría ella mañana. Claro que a los niños no se les hubiera ocurrido levantar los restos del espejo, pero por las dudas se los dijo, no quería dejar un solo cabo suelto. Por esa misma razón debía apurarse, llegar lo antes posible a su casa, y con ayuda de Ramón, conjurar una vez más a los espíritus del mal. No era la primera vez que accidentalmente se llamara al ente maligno que habitaba la casa, y hasta la fecha, siempre había sido controlado. Aunque en esta ocasión presentía que la lucha sería ardua y dolorosa. 
Apenas escuchó el crujir de los vidrios al romperse el espejo, una fuerte oleada de poder mental la zarandeó de pies a cabeza. Instintivamente, o tal vez impulsada por esa poderosa fuerza, miró donde no debía mirar. Y en ese lapso tan breve vio y sintió el horror reflejado en mil diminutas astillas. 
Ella sabía que estaba asistiendo al despertar de un ser abominable, un monstruo a quién por años habían mantenido a raya, y en cierta medida, dominado.  
Había que actuar rápido, sin pérdida de tiempo, no debía dejar que el maléfico incremente su poder destructor.
La suerte estaba echada… La consigna: matar o morir.
Todavía estamos a tiempo.- Se dijo.     
Cuando salió al porche, la tormenta ya estaba en su apogeo. El viento fuerte hacía de las suyas a todo lo que se le pusiera delante.
Los árboles con sus ramas y hojas alborotadas bailaban al compás de los estruendos causados por los rayos, que partían la negra noche a puñaladas profundas,  blanquecinas y zigzagueantes. Antes de abrir el paraguas e internarse en la cortina de agua, se colgó del cuello el amuleto que le regalara el párroco del pueblo cuando apenas tenía diez y siete años. Con él había conjurado más de una situación delicada, y esperaba seguir haciéndolo. Lo acarició y se zambulló en el mal tiempo rumbo a su casa. El paraguas no aguantó cincuenta metros, se dio vuelta como una media. Lo soltó, ¿para qué lo quería?, a partir de ahora solo sería una molestia, después de todo, ¿qué mejor que el agua para purificar el cuerpo? 
Por momentos la oscuridad era total, y cuando la cegadora luz de algún rayo se abría paso entre el follaje efervescente, figuras espectrales tomaban la posta, para de inmediato someterse al reino de las tinieblas.
El silbido lacerante del viento, el lamento inhumano de los árboles y las ramas que caían pesadas por doquier, estaban a punto de doblegar a la dura criada.
Juana corrió, Juana gritó, Juana puteó, cosa rara en ella… Juana estaba asustada. Muy asustada. 
Atrás, no muy lejos de ella, dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón, no le perdía el rastro.
Adelante, a no más de 10 metros, un tronco centenario se estaba viniendo abajo.
Juana sintió la explosión que hizo el árbol al quebrarse, y el fogonazo oportuno del rayo que le mostraba como el coloso se le venía encima. Solo atinó a taparse la cabeza con los brazos.
Siguió corriendo por inercia, como predestinada a llegar al sitio del impacto en el momento preciso.

 Arnaldo Zarza


Esta historia continuará.



lunes, 23 de agosto de 2010

"Tardecita de Londres, 1906"
                     La historieta completa


                 Didujos: Damián Zarza/Guión: Arnaldo Zarza

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"Tardecita de Londres, 1906"
     Didujos: Damián Zarza/Guión: Arnaldo Zarza        


 Último capítulo.
                                    Página dos.

        

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